domingo, 2 de septiembre de 2012

Cuento # 3 - Postal de Potsdam


POSTAL DE POTSDAM

 

Esa tarde, el espejo de agua del Wannsee reflejaba la inmensidad de un cielo manchado de nubes otoñales que dibujaban escenas de antiguas guerras perdidas, de hombres caídos bajo la espada filosa de un enloquecido Emperador Galo infectado con el virus de la expansión, empavonado con una visión alegórica de una vasta tierra bajo sus dominios, bajo las telas de su capa de gran César de césares.

Wilhelm había recibido la amarga noticia del reciente traspié de su última entrega y, acuciado por los apuros económicos que sobrellevaba, decidió cortar por lo sano con toda esa irreversible acumulación de derrotas. Todo comenzó en aquellos años aciagos de las guerras napoleónicas, donde fue que empezó la acumulación de capitulaciones que lo empujó poco a poco hasta esta orilla liviana, en la que adormecido observa el leve temblor del agua bajo sus pies. Los editores le habían informado que su novela no causaría lo que las anteriores en un público cada vez más exigente y crítico.
-          Estimado Wilhelm, igual te publicaremos, aunque esta entrega carezca de interés, pero ya te digo que la gente aquí es inconstante, ayer eras adorado, pero ahora las cosas han cambiado, ya no te siguen como antes. Dijo Müller, mientras terminaba el contrato que debían firmar para cerrar la edición.
-          Eso tendré que verlo con mis propios ojos, estimado Müller, ahorra sólo cumpla con su trabajo que para eso está. Respondió contenidamente ofuscado.
-          No me malentienda querido amigo, pero los gustos de la gente son variables, ayer lo leían con prontitud, con fervor, ahora leen a otros con el mismo ímpetu, y eso no lo puedo evitar ni detener, explicó Müller.
-          ¡Ahora no me venga a decir que el público prefiere las estupideces del Doppelgänger que el iluso de Hoffmann sigue usando en sus escritos!, tú y yo sabemos que Los elixires del diablo, es nada comparad con el más simple de mis cuentos. Replicó con efervescencia.
-          Ambos sabemos que Hoffmann es del gusto popular, quizá no sea muy virtuoso pero lo que escribe es del agrado de la gente, al igual que lo son los relatos de los Hermanos Grimm, o el genio de Johann von Goethe, e incluso los pensamientos casi obsoletos de Schiller, de Hegel, y hasta novísimo Schopenhauer. La plebe es así, un día te ensalzan y al siguiente te ignoran como al más miserable de los perros callejeros. Dijo Müller, tratando de calmar la furia de su amigo.
-          ¡Pero eso es imposible!, acaso improbable, no me pueden haber olvidado tan rápido, ¡por Dios!, yo he sido su dios por mucho tiempo, tan igual como lo es y lo sigue siendo su enaltecido Goethe. ¡Yo he luchado por esta ingrata tierra, Müller, y El príncipe de Homburg es un compendio de esa experiencia, ¡no puede ser que hayamos olvidado esos fatídicos años! ¡Soy un héroe nacional, merezco respeto y admiración!, exclamó airadamente.
-          Cálmese amigo mío, le recuerdo que yo no soy su enemigo, yo estoy aquí para ayudarlo, como le dije voy a publicarlo de todas maneras, así sea esta una empresa inútil, le dijo antes de alcanzarle el contrato de edición con el que prometía publicar su novela a pesar de las anteriores negativas recibidas de otros editores. Wilhelm, desanimado por la poca fe que le profesaba su amigo y editor, firmó el documento para luego cruzar la puerta en busca del aire que le faltaba dentro de la oficina.

Y pasó lo que anunciara Müller en aquella reunión, el libro no fue bien recibido por el público lector berlinés, que para divulgar su desacuerdo con lo nuevo del escritor prusiano, empezó a consumir la literatura de otros escritores germanos; libros menores como Las afinidades electivas de Goethe, La libertad humana de Shelling, Ideal de la humanidad para la vida de Krause, e incluso el esperpento de Jacob Grimm titulado Sobre los antiguos menestrales alemanes. Todos libros que fueron leídos con el mismo fervor que antes usaron para leer piezas geniales como el drama La batalla de Arminio, o la comedia El cántaro roto, e incluso la novela Michael Kohlhaas. Había tocado fondo y no encontraba forma de salir de ese hoyo, se sentía perdido, defraudado con el público que antes lo admiraba y que ahora lo ignoraba como al más elemental de sus creadores.

-          Querida mía, le dijo a su amada Adolfine, que distraída y preocupada no dejaba de observar el vuelo lento de un pinzón sobre la piel acuosa del lago.
-          Querida mía, hemos tocado fondo, mi novela ha sido desaprobada por las cabezas insignes de la cultura de Berlín, estamos en la ruina, no tenemos ahorros y debemos mucho dinero. Para colmo de males, tu enfermedad está ya muy avanzada, es poco probable que sobrevivas más de un par de meses. Le dijo a su amada que muda, miraba sin contemplaciones la hermosa postal de Potsdam.

Adolfine sabía que el cáncer que le aquejaba estaba por darle muerte muy pronto, aunque esa realidad no la inquietaba más que la derrota estancada en los ojos de su eterno amante. Sabía que habían tocado fondo, ya su amado no era el mismo desde la poca aceptación que tuvo su novela Catalina de Heilbronn. Fue cuando vislumbró el cercano fin, la próxima caída de su hombre. En silencio cerró los ojos dejando al lago sin esos hermosos faroles azules observándolo ya sin admiración, sino con nostalgia. Trató de aunarse con la naturaleza que la llamaba con una voz delicada, acaso impalpable en ese ámbito derrotista que los envolvía. Sintió entonces el pesado metal, vislumbró cada trémulo movimiento de su amante rendido; el dedo pulgar arrastrando el martillo, el índice vibrando sobre el cuerpo frío del gatillo, la bala estática dentro de su cámara cilíndrica y oscura. La idea de la muerte la acechaba de cerca, como un animal hambriento. En silencio declamó un poema inédito de su amado, cruzó las manos envueltas en sedosos guantes negros, esperando serena y entregada a la bala que le daría fin a tantas penurias. En la amplia oscuridad de sus ojos sellados sintió el proyectil entrando por su nuca, cruzando cada hebra de su cerebro estático y resignado, antes de perderse en el agua que tembló al primer contacto, para luego entregarse de una buena vez a los brazos de la muerte. Pero esta tardó en llegar, el tiempo suficiente para ver a su amado optar por la misma salida, por la misma puerta sin retorno que la conducía a ella lentamente por un espacio infinito hasta la muerte voluntaria.

Wilhelm se llevó el cañón aún caliente del arma a la cuenca nerviosa de su boca, cerró los ojos después de ver por última vez el mundo, ese mundo que lo empujó inconscientemente hacia ese trágico final. La bala apagó su luz natural casi de inmediato, esa luz casi extinguida y ambarina, para luego ir a juntarse con su amada a ese lugar donde van a parar las almas que se extinguen libremente, sordas e independientes a los designios del único Dios de los hombres.    


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