miércoles, 15 de agosto de 2012

Massive Attack - Unfinished Sympathy

EL OCASO DEL IMPERIO. La muerte del escritor y ensayista Gore Vidal volvió a conmocionar la literatura estadounidense como ocurrió con Salinger, Updike o Mailer. Análisis de un cambio generacional.

El 27 de enero se convirtió en el día negro de la literatura estadounidense. Ese día del año 2009 murió John Updike; el primer aniversario de esa pérdida estuvo señalado por la noticia de que J.D. Salinger había muerto. Es una coincidencia artificial –un tipo de casualidad de la que autores tan buenos como Updike y Salinger se hubieran burlado en sus relatos–, pero los fallecimientos con escasos intervalos de tiempo de los miembros de las generaciones literarias nacidos en las décadas de 1910, 1920 y 1930 tienen un significado simbólico. Y si a ello agregamos las muertes en 2007 –con un lapso de cuatro meses entre ambas– de Norman Mailer y Kurt Vonnegut (miembros como Salinger del grupo de escritores estadounidenses importantes que prestaron servicio en la Segunda Guerra Mundial) es evidente que una época de la literatura estadounidense está llegando a su fin.

Existe la tentación de creer que estos autores formaron –junto con otros que pelearon en la guerra (por ejemplo, Saul Bellow y Gore Vidal, que murió esta semana) o que fueron adolescentes en aquellos años (Philip Roth)– la generación literaria más importante que Estados Unidos haya tenido nunca y que quizá no volverá a tener. Esta actitud triunfalista pero nostálgica sostiene que estos escritores contaron con el poder geopolítico de su nación –y con una cultura media y una base importante de lectores de libros que juzgaban seriamente a los escritores serios–para crear una superpotencia de la pluma que igualara el dominio financiero y militar de los Estados Unidos durante lo que se dio en llamar “el siglo americano”.

La refutación de este argumento es que aquel ejército de ex combatientes era muy macho y masculino y blanco y tenía las convicciones que correspondía tener, sólo atemperadas por la admisión (a regañadientes) a los salones de la fama a algunas escritoras, como Toni Morrison y Joyce Carol Oates; y que la narrativa estándar de la literatura estadounidense del siglo XX es parcial y distorsionada.

Bien podría argumentarse que en la ficción estadounidense el cambio de guardia no es generacional sino cultural. Tal vez el gran público lector que antes llenaba sus estanterías con Rabbit Quartet, de Updike; Herzog, de Bellow; Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer; El lamento de Portnoy, de Philip Roth, y otros best-séllers de verdadero mérito literario, hayan emigrado hacia los thrillers de lectura rápida (como los de Dan Brown) y los diarios íntimos de tono confesional.

Mi definición de la literatura moderna estadounidense se concentra en autores cuyas primeras obras aparecieron después de 1945, que de alguna manera fue un hito de cambio. En La conjura contra América, Philip Roth imagina que un gobierno proteccionista evitó que Estados Unidos entrara en la Segunda Guerra Mundial en el momento en que debiera haberlo hecho. Pero si aquello hubiera sido una realidad histórica, La conjura contra América no es la única novela estadounidense importante de la que podríamos haber carecido. Los grandes novelistas estadounidenses de mediados del siglo XX son, de diversas maneras, beneficiarios directos de la participación de su país en ese conflicto bélico.

Norman Mailer prestó servicio en el 112ª Escuadrón de Caballería en el frente del Pacífico, donde Gore Vidal, enrolado en la Unidad de Reservistas del ejército estadounidense, era capitán de una nave de abastecimiento. Joseph Heller fue tripulante de un bombardero en el 12ª Escuadrón de la Fuerza Aérea; y Kurt Vonnegut, soldado raso en la 106ª División de Infantería. Jerome David Salinger, destacado en la 4ª División de Infantería del 12º Regimiento de Infantería, combatió en el “Día D”. Saul Bellow, aunque canadiense por nacimiento y mayor que los otros, se alistó para la Marina Mercante.

Con excepción de Salinger, este escuadrón de futuros novelistas tuvo poca acción militar. Mailer fue utilizado principalmente como cocinero, y Vonnegut se convirtió rápidamente en prisionero de guerra, pero todos encontraron material para escribir sus relatos. Era evidente que Mailer se había alistado en el ejército con la esperanza de escribir la novela que luego se llamaría Los desnudos y los muertos (1948). La primera novela de Bellow, Dangling Man, está inspirada en el período de guerra; y las experiencias de Gore Vidal en el mar le brindaron el título para un libro de memorias –Pont to Point Navigation– y un diario de combatiente desde el escéptico y agrio punto de vista que habría luego de informar su larga serie de novelas históricas sobre el crecimiento de la ambición militar de los Estados Unidos: Crónicas del imperio.

Pero sin embargo, la Segunda Guerra Mundial no fue un tema atractivo para los escritores del país. Por el contrario, para algunos fue sólo un pasaporte para la condición de escritor. La Servicemen’s Readjustment Act de 1944 (conocida coloquialmente como la GI Bill) estuvo a punto de ser obstaculizada por los políticos del país, que se opusieron poniendo objeciones antisocialistas similares a las que obstaculizaron las propuestas de Obama para establecer un programa universal de atención médica. Pero la misma ley transformó la educación del país. Antes de esta legislación, el nivel de los aranceles universitarios prácticamente permitía la entrada a la universidad sólo a los hijos de los ricos; pero un artículo de la GI Bill dispuso financiar los estudios de los veteranos de guerra, democratizando así la enseñanza superior. En 1947, poco menos de la mitad de los estudiantes de grado recibían el subsidio.

Entre ellos estuvieron Mailer y Bellow –que escribieron sus primeras novelas en París, gracias a los subsidios para veteranos de guerra– y también Heller y Vonnegut. Hacia el final de su vida, Vonnegut hizo una referencia a las afortunadas consecuencias que aquel subsidio había tenido para él y para otros de su generación. Dijo: “De no ser por la GI Bill, Heller y yo habríamos sido vendedores de lavavajillas”.

Las grandes novelas que Heller y Vonnegut escribieron gracias a esta legislación son ejemplos elocuentes de la importancia de la guerra para la literatura estadounidense  contemporánea. Ambos tardaron dos décadas en convertir su experiencia bélica –Heller en el vientre de los bombarderos y Vonnegut como un PoW (prisionero de guerra) durante el bombardeo de Dresden– en libros que, casualmente, convertían eventos trágicos en comedias violentas y tenían números en el nombre: Catch-22 (1962) y Slaughterhouse-Five (1969).

Los mismos autores, inspirados y educados por la Segunda Guerra Mundial, siguieron involucrados –al menos sobre el papel– en las posteriores guerras del siglo XX. Norman Mailer publicó el polémico libro ¿Por qué estamos en Vietnam? y Los ejércitos de la noche, un relato de la gran marcha que se realizó en Washington en contra de esa guerra. En ese evento popular se lo vio junto a Robert Lowell, el poeta que había sido encarcelado como objetor de conciencia durante la guerra en Europa. Y en sus últimos años Mailer arremetió –como también lo hizo Vonnegut– contra la última intervención militar de los Estados Unidos: la invasión de Irak. Vonnegut, que estuvo prisionero en Dresden como germano-americano, escribió A Man Without a Country, donde compara la administración de George W. Bush con el nazismo.

Durante la guerra de Vietnam, Lowell predijo en uno de sus poemas que Estados Unidos se involucraría en “una guerra tras otra, hasta el fin de los tiempos”. Y, aunque afortunadamente todavía tenemos algo de tiempo, hasta ahora su profecía se ha cumplido. Un país que se estableció por haber triunfado sobre los británicos –y que estuvo a punto de ser dividido por una guerra civil– elaboró y sostuvo, después de su indiscutible rol de salvador de Europa en la Segunda Guerra, una doctrina de intervenciones supuestamente defensivas en el exterior. Esa línea política prácticamente convirtió a muchos de sus escritores en corresponsales de guerra.

Y en la historia reciente de los Estados Unidos, las definiciones de lo que es el tiempo de paz han sido siempre relativas: las divisiones violentas por cuestiones de raza, espacio y riqueza (algunas fechadas en la Guerra Civil) indican que hasta los relatos que no son bélicos son casi siempre literatura sobre conflictos. El crítico Harold Bloom dice que Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, (1985) –una novela en la que las heridas del siglo XIX sangran copiosamente– tiene cierto derecho a ser considerada la mejor novela estadounidense contemporánea porque aborda la profunda propensión del país a la violencia. Tal vez la opinión de Bloom haya sido reivindicada por la creciente sensación del público (reforzada por películas como No es país para viejos y La carretera) de que McCarthy es ahora el escritor serio más famoso y vendido del país. Sin embargo, McCarthy, de 79 años y oriundo de Rhode Island, ha contribuido poco a aumentar su popularidad.

País de dicotomías

Lo paradójico de la literatura estadounidense es que abarca tanto a los escritores más afectos a la publicidad como a los más tímidos. Mailer tenía un instinto para salir en las fotos que habitualmente sólo se encuentra en los participantes de reality shows. Salinger, en cambio, rehusó entrevistas y apariciones en público durante toda su carrera, ejemplo que fue seguido por Nelle Harper Lee y Thomas Pynchon.

Durante décadas las únicas fotos de Salinger y Pynchon que circulaban eran fotos de los anuarios de colegio, tomadas antes de que los autores hubieran hecho sus votos de invisibilidad. Finalmente la galería de fotos de Salinger se amplió a dos tomas, cuando un paparazzo lo fotografió en un descuido. Don DeLillo –que en su novela Mao II presentó a un escritor retraído, contaba que aquella imagen de un anciano mirando sobresaltado por sobre su hombro al oír el clic del disparador que durante tanto tiempo había eludido, es una de las más inquietantes que él haya visto nunca. Pero, según demostraron las ilustraciones de la cobertura de la noticia de su muerte, aquel sorpresivo fogonazo no logró detener a un par de otros colegas, que también tomaron una instantánea.

Tal vez la razón de esta dicotomía entre Mailer y Salinger sea que en los Estados Unidos la fama es potencialmente tan vasta que las respuestas son necesariamente extremas: promiscuidad absoluta o celibato total. Quienes trataron de encontrar un camino intermedio de ocasional cooperación –Roth, McCarthy– han sufrido cobertura mediática intrusiva y atención no deseada.

El nivel de visibilidad que se le ofrece a un escritor importante puede ser una explicación de la centralidad del yo en la literatura estadounidense contemporánea. Mailer, valiéndose de un equivalente literario de lo que podría ser una táctica conversacional usada primero por los deportistas famosos, escribió con frecuencia sobre sí mismo usando su apellido en tercera persona. Si bien este método podría ser considerado egotista, se puede suponer que tal vez se deba al reconocimiento de la creciente imposibilidad, en una época de furiosa curiosidad por los escritores, de mantener un “yo” neutral.

Con una estrategia similar, Roth y Updike respondieron a la presencia cada vez más acosadora del álter ego que vende los libros –y también con frecuencia al hecho de que ellos mismos son descritos y reseñados tan brutalmente como sus novelas– convocando reemplazantes de ficción: es decir, un doble. Roth (Nathan Zuckerman), Updike (Henry Bech) son novelistas a quienes les gusta escribir sobre escritores. Entre los personajes de Vonnegut se cuenta un autor de ciencia ficción llamado Kilgore Trout, que se parece mucho a un autorretrato; y tres de las novelas más importantes de John Irving –El mundo según Garp; Una mujer difícil; y La última noche en Twisted River tienen protagonistas que son novelistas. Estos suplentes, o dobles, pueden ser vistos como una expresión de soberbia, pero una interpretación más benévola podría pensarlos como una suerte de autoprotección contra los enérgicos esfuerzos que existen siempre por apropiarse de la identidad de un escritor.

Bellow, aunque nunca ha propuesto un suplente tan abiertamente declarado como Zuckerman o Bech, parece haber sido un escritor habitualmente autobiográfico, que cierta vez dijo de sus novelas que son “un boletín sobre mi propia condición”. Como es bastante típico, cuando Bellow dejó la universidad donde estaba enseñando y se fue a Bucarest, a visitar a la madre de su por entonces esposa, el resultado fue The Dean’s December (1982). En esa obra un académico estadounidense hace un viaje para visitar a su suegra en Rumania. El relato incorpora también, reescritos cinematográficamente, la narración de dos asesinatos reales que habían ocurrido en ese momento en su ciudad natal, Chicago.

En la narrativa de ficción, ese tipo de memorias es visto como una debilidad. Una queja frecuente sobre las novelas de Bellow dice que “todos los hombres son Saul y todas las mujeres son las esposas”. Harold Bloom tiene una versión sobre ello: sólo sabemos porque sabemos. Es decir: si Bellow hubiese construido un Pynchon o un Salinger, habríamos tomado los acontecimientos de Bucarest como fruto de la imaginación. Así, una de las consecuencias de la industrialización de la publicidad en la industria del libro en Estados Unidos ha consistido siempre en exponer los orígenes de las novelas de una manera que luego pueda volverse en contra de ellas.

Ficción o realidad

De esa manera, dos ideas cobraban cada vez mayor importancia en la cultura americana de este período: la primacía del yo y el prejuicio de que los hechos tienen más validez que la ficción. Esas percepciones impulsaron también un nuevo género, que surgió al mismo tiempo que la poesía confesional: el nuevo periodismo. Tom Wolfe (nacido en 1931) y Hunter S. Thompson (1937-2005) cuestionaron dos principios arraigados en el periodismo estadounidense: que el reportero debe ser una presencia discreta y objetiva, y privilegiar los hechos por sobre las opiniones, con el propósito de crear una nueva corriente de narrativa concreta, en la que el reportero es una estrella de la historia. Libros como Ponche de ácido lisérgico (Wolfe, 1965) y Fear and Loathing on the Campaign Trail (Thompson, 1973) introdujeron los recursos de la ficción en el periodismo y terminarían por alentar el mismo proceso a la inversa.

Tal vez consciente de que posiblemente el mejor trabajo del nuevo periodismo había sido escrito por un novelista (La canción del verdugo, Mailer, 1980, que recreó, con detalles psicológicos y físicos, la vida del asesino Gary Gilmore), Wolfe respondió, una década después, produciendo la mejor novela escrita por un nuevo periodista. La hoguera de las vanidades (1987). Al promocionar este libro, Wolfe provocó también una prolongada y divertida pero también enconada disputa con novelistas de carrera --incluyendo a los de Nueva Inglaterra Johns, Irving y Updike-- al señalar que en las obras de ellos no se observaba suficientemente el mundo real.

Esta fuerte separación entre hechos y ficción se continuó en la obra de dos de los más interesantes talentos de la nueva generación: Todo está iluminado (2002), de Jonathan Safran Foer, publicada como ficción; y Una historia conmovedora, asombrosa y genial (2000), por Dave Eggers, lanzada como no ficción. Ambas son memorias de familia de género mixto, que combinan la dolorosa verdad con los recursos de la narración de ficción y tienen narradores no confiables con el nombre del autor mismo. Fieles a uno de los desarrollos clave de la moderna escritura estadounidense, Safran Foer y Eggers alcanzaron la fama literaria con primeros libros, que se comportaron en el mercado como si los autores ya hubieran sido famosos.

La ambición de los prosistas de este país es un lugar común en los estudios literarios: la idea de que sus autores compiten por componer la gran novela estadounidense. Pero esta competencia es un mito, porque ¿acaso el certamen no fue ganado en 1851 por Moby Dick, de Hermann Melville?

En las entrevistas que dieron en lo que resultó ser, en demasiados casos, el final de sus vidas, casi todos los grandes escritores de ficción de los Estados Unidos estaban afligidos por el futuro de la literatura seria. Mailer y Updike detectaron que los lectores habían dejado de leer historias complejas. Roth también estaba preocupado por el deterioro cultural. “El número de lectores inteligentes y atentos, que poseen la capacidad de concentración y atención que una novela seria requiere (...) ha disminuido. No porque no haya la misma cantidad de gente inteligente, sino porque esa gente ha sido expulsada, por así decir, como el niño que Lady Macbeth declara haber “arrancado de su seno”. Los lectores fueron arrancados del seno nutricio de la literatura, y lo reemplazaron por la pantalla.” Vidal, siempre dispéptico, argumentó en su momento que Estados Unidos no puede haber sufrido un deterioro cultural porque “nosotros nunca tuvimos una cultura”; pero reconoció que su obra anterior fue publicada en una época más receptiva. “La atención de los lectores se ha desplazado.(...) yo siento que más bien se trata de un momento terminal para la cultura literaria en mi país.” No obstante, la historia del deporte nos advierte que los grandes jugadores del pasado tienden a creer que los mejores logros pertenecieron a su época y no serán superados por la desalentadora generación que los ha sucedido. Una lectura más optimista es que la cultura literaria inteligente se adaptará a las nuevas condiciones del mercado; y que será revivida, como siempre lo ha sido, por la inmigración. Los escritores judeo-americanos, irlando-americanos, afro-americanos y europeo-americanos de las grandes generaciones de posguerra podrían ser seguidos por autores que sean, digamos, indo-americanos, (Jhumpa Lahiri) dominicano-americanos (Junot Diaz) o de coreano-americanos (Chang-rae Lee). Con estos autores, entre otros, está empezando una nueva etapa.

(c) The GuardianTraducción: Ofelia Castillo

lunes, 13 de agosto de 2012

Cuento # 1. La última ofrenda.


LA ÚLTIMA OFRENDA

Se va acercando el día de las ofrendas y no sé si he despertado ya o me encuentro atrapado aún en un sueño que me ha venido persiguiendo desde hace dos semanas.
El espejo me refleja echado sobre el sucio piso, cubierto con las mantas húmedas y con el torso desnudo y sudoroso. A mi lado no hay nadie, aunque a decir verdad, nunca ha habido alguien que yo recuerde. Jamás he tenido problema alguno con la soledad, pero creo que está vez me ha afectado más que de costumbre.
Mi reflejo es distinto a mí o a la imagen que creía tener de mí mismo. Nunca pensé llevar la barba tan desordenada ni estas ojeras tan profundas y marcadas. Veo mi pelo y me preguntó ¿desde cuándo no me lo corto?, no recuerdo haberlo tenido así de abundante antes. En mis ojos he notado algo que me hace pensar que ya no son más míos, pero no sé lo que es. En sí mi cara parece otra, más grande quizás, más tosca y animal. Nunca antes me había pasado, pero desde hace dos semanas vengo pensando en lo mismo y ya no lo soporto más. Y todo por esa horrible pesadilla que se niega a dejarme.
El sueño no varía en ninguna escena; cada noche me hallo tendido en el suelo,  y al cerrar los ojos siento la presencia de la muerte asechándome cada vez más de cerca, como si se encontrara en un viaje en el que soy yo la meta. Puedo sentir el viento soplando las velas de la embarcación, también el silencio calmado de los catorce que me han enviado en sacrificio, y es esa tranquilidad precisamente la que me pone nervioso.
Desde hace años llegan a este encierro los escogidos para rendir tributo a mi padre y a mi patria, pero nunca había sentido esta extraña sensación de calma en el viento del mar Egeo. Es como si un frío metal me lacerara el cuerpo a la distancia, y eso es algo que no me agrada sentir. Hay algo raro en todo esto, y es que en estas dos semanas me he sentido más solo que de costumbre, como si todos supieran que algo va a ocurrirme y nadie me lo quiera contar, ni mi hermana que es la que más viene a verme, y a la que no he visto para nada en estas últimas dos semanas de tormento.

El sol radiante me indica que ya ha amanecido y hoy debería llegar la embarcación con los catorce elegidos. Pero no sé aún si sigo dormido o ya desperté de esta pesadilla. Ahora siento más frío que de costumbre, me tiembla el cuerpo y siento que la muerte me acecha muy de cerca, casi me respira en la nuca. Me encierro entonces en mi habitación situada en lo más profundo de mi casa, y me cubro con las mantas tratando de ocultarme de mi propia imagen en el espejo.
Es casi mediodía en el reflejo y me he visto frente a frente con la muerte. Está sola, igual que yo, y me ha mirado amenazante, sin mostrar una pizca de nervios por mi todavía descomunal presencia, a pesar del terror que me ha causado ver sus ojos de fuego mirándome. En la mano lleva un ovillo de oro, el mismo que años atrás le regalé a mi hermana cuando me vino a visitar por primera vez a escondidas del rey, y en la otra, puedo ver el frío metal que antes me lacerara el cuerpo en la vigilia. Las cosas ya no son tan confusas ahora, porque he logrado sentir la calidez de mi sangre recorriendo mi vientre herido, y creo que esto es, al fin, el final de esa amarga pesadilla.

The future of the future - Everything but the girl & Deep dish

"Al final de la ruta desolación" - poema 14


 Los caminos acuosos del mar.

Le rezaría a dios
Si hubiera cielo,
Mis ojos se han
Nublado con la brisa
El mar me escupe
Su llanto disparatado
Cierro los ojos
Y duermo sobre su orilla.
Me imagino caminando
Sobre la blanca arena,
Huyendo del destino
Y olvidando la tristeza,
Pero sus espinas
Se clavan en mi ausencia
Pierdo todo motivo
Para ser feliz.
Podría pasar mil veces
Sobre mis pasos
Y aun así me perdería
En las sombras
Que estos inventan
En el pavimento.
Ahogo este grito
Reprimiéndolo en el mar
Y lleno mis ojos
Con amargo llanto,
Me acerco mucho más
Al océano interminable
Quiero sentir que
Me lleva a sus dominios.
Trato de correr
Pero me pesan las botas,
Intento nadar
Pero mis brazos están cocidos
En mi costado.
Como podría comprender
Estos momentos en contra
Donde todos están del otro lado
Y yo solo ocupo
Un terreno baldío,
Frío, adusto y añil
Detrás del sol.

Daft Punk - one more time

Gustavo Cerati, Me quedo aquí

Gay Talese; El duque blanco del periodismo

Es posible ser periodista e informarse sin utilizar Twitter o Facebook y no tener correo electrónico, aunque eso es un lujo que sólo se puede permitir un periodista que no vive bajo la dictadura del modelo informativo que prima en el siglo XXI: producir mucho y muy deprisa. Mientras las nuevas generaciones de periodistas entran en un mundo laboral en el que para llegar a fin de mes tienen que firmar toneladas de noticias a 20 euros, el veterano Gay Talese aún tiene la suerte de cobrar, y mucho, por dedicar tres meses y siete páginas a un reportaje en la revista The New Yorker sobre Marina Poplavskaya, una soprano con cero interés para el nuevo dios mediático: las redes sociales. Y el tiempo y el mimo que invierte Talese en su trabajo se notan, ya que algunas de sus piezas, como la titulada “Sinatra está resfriado”, publicada en la revista Esquire en los años sesenta, figuran entre las mejores de la historia del periodismo.
El hombre definido por Tom Wolfe como el padre del Nuevo Periodismo también tuvo la osadía de irse de The New York Times porque no le dejaba espacio suficiente para desarrollar temas con la profundidad que él buscaba. Sí se lo permitieron revistas como Esquire y The New Yorker y después diversos libros. Pero pese a sus muchos éxitos profesionales, oficializados recientemente con el Premio Norman Mailer de Periodismo, Talese, de 80 años, también ha fracasado.
“Nadie vive instalado en el triunfo. Incluso si te dan un Premio Oscar pasarás por un mal momento antes o después –cuenta–. Y esos momentos son los que a mí me interesan. Las historias de perdedores son más interesantes que las de ganadores, aunque sean menos comerciales. Por eso escribí Vida de un escritor ”.
Sentado en un venerable hotel neoyorquino y con el mismo sombrero de gentleman que luce en la portada de la edición estadounidense del libro que ahora publica Alfaguara, el veterano periodista, con gemelos y corbata a juego y un pulcro traje hecho a medida como los que vestía Cary Grant en la película clásica de reporteros Luna nueva ( His girl friday ), defiende un libro que según los críticos estadounidenses no figura entre sus mejores obras. Pese a su título, apenas hay rastro de Gay Talese en su interior. Eso sí, a través de él uno entiende perfectamente la minuciosidad y la atención con la que aborda su trabajo. Es más, el grueso del libro lo componen reportajes que nunca llegaron a publicarse, como el que escribió sobre Lorena Bobbitt (la mujer que le cortó el pene a su marido) para la revista The New Yorker, sus múltiples notas para elaborar un reportaje sobre restaurantes que tampoco llegó a ver la luz o sus dudas periodísticas durante su cobertura de las marchas por los derechos civiles en el pueblo de Selma en 1965.
“Quería intentar descubrir quién soy, porque no lo sé muy bien. Creo que siempre me he visto a través de mi trabajo, toda mi vida he escrito sobre otros y siempre he tratado de quedarme al margen de la historia.” Y quizás por eso el título del libro confunda, porque no son unas memorias que describen la vida de este escritor, sino un autoanálisis del trabajo del escritor y su forma de abordarlo. “Soy un escritor que escribe haciendo reportajes y además soy un reportero. La idea es que lectores y escritores descubrieran en qué consiste un trabajo en el que son tan importantes las historias que se publican como las que no”.
Pese a los reveses laborales descritos en Vida de un escritor , Talese asegura que desde que publicó La mujer de tu prójimo (donde analizó el comportamiento sexual de los estadounidenses y donde él mismo expuso sus propias experiencias), poco a poco ha ido metiendo cada vez más de sí mismo en sus libros. Esa tendencia alcanzará su epítome en el que será su libro número 12, una obra sobre sus 50 años de matrimonio con la editora Nan A. Talese.
“Un reportaje exhaustivo sobre lo que significa estar casado y vivir en una casa como padre de una familia durante 50 años”. Esa familia supo por sus propias palabras de sus infidelidades setenteras y espera que acepte todos los detalles de un libro en el que lleva diez años trabajando. “Quizás a mi mujer no le guste, ya veremos. Mi vida es un libro abierto. Ella sabe todo lo que hago y la gente a la que veo, aunque haya cosas que no hablamos. Yo dejo constancia de todo lo que hago en una pizarra que tengo en casa y en las notas que tomo a diario”.
En ese día a día también hay mucho periodismo, con lecturas intensas de toda la prensa neoyorquina. Hace dos años defendió el trabajo de los reporteros actuales en una entrevista con esta misma periodista pero hoy se retracta. “Estoy decepcionado. El 11-S acabó con el buen periodismo. Con la excusa de la seguridad nacional la prensa estadounidense dejó de hacer preguntas, ya no cuestiona el poder. Creía que aquello acabaría tras los años oscuros de la Administración de Bush, pero con Obama no ha mejorado. Los periodistas de hoy siguen haciéndole el juego al gobierno, son como funcionarios. Falta curiosidad y escepticismo en el tratamiento de Irak, Afganistán o incluso Siria. Y el ciclo de noticias de 24 horas que impone la Red no ayuda porque los convierte en animales carroñeros”.
Y suspirando, añade: “No, no es un buen momento”.