domingo, 19 de agosto de 2012

cuento # 2: Lo que oculta el desierto.

Sólo cuando le quitaron las vendas, se dio cuenta que todo había acabado. El nudo que lo había paralizado durante el encierro se soltó (o mejor dicho lo desanudaron) pero aún así prefería volver a sentir ese letargo otra vez, en lugar de darse cuenta de su ahora triste final. Lo primero que hizo fue tratar de enfocar a sus captores, había convivido con ellos tanto tiempo que sentía la necesidad de conocerlos. Más de un mes en la más completa oscuridad había conseguido que creciera en él la sensación de una ceguera involuntaria. Sintió el calor abrasador del verano después de mucho tiempo, trataba de despejarse las nubes que lo obstruían, de pronto, como un golpe frío y directo a la cabeza, una chorro de agua cayó sobre él dilucidando todos sus deseos, pudo ver al fin a sus enemigos y lo diferente que se veía después de tanto tiempo encerrado, ahora lucía una copiosa barba cana, así como sus cabellos largos como nunca los tuvo antes. Estaba demacrado, languidecido, harto de esa situación obligada, quería hablar pero la boca la tenía seca, las palabras no salían con naturalidad, sintió como si tuviera un embudo en la garganta y pidió agua, sólo un poco para despejar la tierra que se apoderaba de su cuerpo. Le alcanzaron un vaso roto conteniendo un líquido transparente y sucio, era agua, no era igual a la común del caño o del bidón de su oficina pero era agua, o por lo menos tenía el mismo sabor. La bebió con vehemencia tratando de no desperdiciar ni una gota. Sintió alivio, por un momento había olvidado donde estaba y se puso de pie para estirar lo músculos, movió la cabeza de un lado a otro con brusquedad para acomodarse las vértebras del cuello, hizo el amago de correr en su sitio, cerró las manos y los pies, hizo crepitar su espalda tirando los hombros hacia atrás, se sentía mejor, listo para salir de ese lugar de pesadilla, fue cuando al dar el primer paso hacia la puerta que se abría a la libertad, un largo brazo lo jaló hacia la silla con tanta violencia que el impacto contra el mueble lo regresó de inmediato a la realidad de las cosas. Todos los ojos miraban al mismo lugar como preguntándose ¿ahora qué hacemos? Sus ojos invadidos por el miedo ya no tenían aquellas nubes que le prohibían ver antes con transparencia, y con todo más claro, el miedo se apoderó nuevamente de él. Trató de idear un plan, una salida suicida para ese horrible momento, intentó oír algún indicio de vida fuera de la covacha, pero nada, era como estar en mitad del desierto, bastante alejado de la civilización. Dedujo entonces que estaba en alguna carretera lejana y por ende tendría que pasar por lo menos un camión o un auto. Ideó un plan estúpido de esos que unos planea cuando está desesperado, se propuso esperar la cercanía del tercer auto para salir corriendo hacia a su encuentro, todo eso fue en vano pues esperó a que pasara el primero y éste nunca llegó. No había ni gente ni ruido de autos en la carretera, esto era peor de lo que pensaba, ahora sí estaba seguro que se encontraba en un desierto y en uno sin alma. No sabía que hacer, con cada minuto el miedo y la espera lo dominaban, pero lo que más terror le producía eran los ocho ojos que se clavaban en su rostro, eso era algo contra lo que no podía luchar, como tampoco podía evitar sentir frío en plena mañana de verano. ¿Cuándo terminará esto?, se preguntaba en silencio mientras trataba de esquivar las pupilas dilatadas de sus captores. Todo era silencio dentro de la casucha endeble, parecía como si esperaran algo, pero ese algo, al ver sus caras largas y furibundas, jamás iba a llegar. Ya no aguanto más, dijo uno de lo tipos sin dirigirse a nadie en particular, tenía las manos en la cintura donde una correa sujetaba un revólver plateado. No va a venir, expresó otro sujeto que terminaba de armar un cigarro, los otros dos se miraron y como si esa mirada se tratase de algún código secreto, salieron de la choza cerrando la puerta una vez terminados sus últimos pasos. Parece que nadie quiere ayudarlo, le dijo el sujeto del cigarro a su compañero, mientras lo encendía con el último fósforo de una caja que luego arrojó al polvoriento suelo. Ya no podemos tenerlo más tiempo, eso nos resulta muy costoso, sin mencionar lo trabajoso que resulta, comentó el otro tipo que pasaba sus dedos por la cacha del arma. Un instante después todo volvió a ser lo mismo, el silencio se apoderó del lugar como antes, el tipo cerró los ojos por el cansancio y minutos después quedó profundamente dormido. El cigarro del malhechor moría bajo la gruesa suela de su zapato, el plomo ya estaba instalado en su lugar, presto a iniciar el viaje final a su destinatario. Sólo el ruidoso y ensordecedor impacto despertó por última vez al rehén pero sólo para volverlo al eterno sueño que había iniciado un mes atrás.

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